viernes, 10 de abril de 2015

EL PORQUE DEL CONCILIO DE TRENTO

El Concilio de Trento hay que englobarlo dentro de un contexto histórico de profundos cambios sociales, políticos y religiosos. A principios del siglo XVI, existía un clamor general para que se acometieran profundas reformas en la Iglesia Católica. Se pretendía poner fin a los abusos y el perfeccionamiento de la vida cristiana por medio de la vuelta a una doctrina primitiva. Tales abusos morales y eclesiales comenzaban en las parroquias rurales donde el clero carecía de preparación suficiente para adoctrinar a sus feligreses, no siendo capaz de atender sus inquietudes espirituales más profundas. Su función se limitaba a la administración de una serie de ritos. Muchos regulares no seguían las reglas de sus órdenes faltando a la vida comunitaria de pobreza, obediencia y castidad. En lo que respecta a los obispos, muchos de ellos se ausentaban de las diócesis a su cargo, centrando sus esfuerzos en acumular riquezas, e inmiscuyéndose en luchas políticas. Y de todo esto no se salvaba ni el propio Papa, cuya figura había perdido toda autoridad, y se encontraba frecuentemente inmerso en escándalos de todo tipo. Estos estaban más preocupados por la defensa de sus estados y por las bellas artes, que por las cuestiones meramente religiosas.


La sociedad reclamaba una religiosidad más auténtica. La piedad popular bajo medieval exageraba hasta el extremo los sentimientos de culpabilidad ante el pecado, de indefensión ante el demonio y el mal, y de temor ante la inflexible justicia de Dios. El miedo, conjurado con ritos cristianos pero vividos, desde una religiosidad  natural, daba lugar a comportamientos más paganos que evangélicos.

La excitabilidad ante ciertos profetismos apocalípticos, visiones y milagros: las manifestaciones trágicas de piedad (Vía Crucis, Crucifijos); el temor al Purgatorio y al Infierno que pretendían evitar con una devoción desordenada a todo tipo de reliquias, con la intercesión especializada de los santos, mediante indulgencias y ritos penitenciales (procesiones y romerías), todo ello favorecía los abusos. Aprovechando esta demanda popular de seguridad espiritual, se establecieron negocios ilícitos, por ejemplo, indulgencias, y actitudes supersticiosas. Los humanistas pondrían el grito en el cielo ante todas estas prácticas de religiosidad popular.

En ciertos ambientes urbanos, la burguesía culta y acomodada arraigo la “devotio moderna”. Ciertas instituciones religiosas, contribuyeron a difundir una piedad más directa y comunitaria, la cual no estaba subordinada a mediaciones eclesiales y moldes litúrgicos. Todo giraba entorno a la figura de Cristo, era optimista en cuanto a las posibilidades del hombre en el mundo, y se apoyaba en la lectura de la Biblia y de libros de piedad. El desarrollo de la imprenta facilitó la difusión de la Biblia, tanto en lengua latina como en lengua vernácula.

Las propuestas de personajes como Lutero se realizaron porque cuajaron en un medio social y político que se intereso por sus aplicaciones prácticas. El desarrollo alcanzado en esta época por las nuevas fuerzas económicas (capitalismo) y sociales (burguesía), determinaron cambios en el orden ideológico (religión).

Además de Lutero, surgieron otros reformadores como Zwinglio y Calvino, que pretendían realizar cambios, ya que consideraban que era necesario volver a la auténtica enseñanza de Jesucristo, y rectificar ciertos errores cometidos por el papado, que había ido realizando cambios que nada tenían que ver con el evangelio.

La implantación de la Reforma en un territorio conllevaba cambios de poder y riquezas. La supresión de ordenes religiosas (conventos y monasterios), que acompañaba a la reforma, supuso un trasvase de muchos bienes y rentas, que pasaron a ser gestionados por otras manos. No es de extrañar que príncipes y nobles, pretendieran enriquecerse y, de paso, aumentar su poder controlando la nueva iglesia. El patriciado urbano adquirió el control de las antiguas instituciones asistenciales y educativas de iniciativa privada. El poder de las autoridades seculares sobre las diversas iglesias aumento, aunque de formas distintas en el ámbito católico y protestante.



Todas estas causas llevaron a que se clamara con urgencia por la celebración de un concilio que sanara los males de la Iglesia Católica. La actitud de la potencias de la época era ambigua: Francisco I no mostró mucho interés, Enrique VIII entro en conflicto con el Pontificado, los protestantes sólo aceptaban un concilio que no estuviera dominado por el Papa. Únicamente Carlos V, fue el único que incitó que a su celebración, dado que los movimientos protestantes estaban poniendo en peligro la unidad su imperio y de la cristiandad, de la que se había declarado defensor. Tras algunos intentos fallidos  por celebrar ese tan deseado concilio, al fin Paulo III se decidió a convocar el XIX concilió ecuménico en 1542, aunque las circunstancias políticas retrasaron su reapertura hasta 1545. Concretamente el 13 de diciembre de 1545 en la ciudad de Trento, ciudad del imperio pero en la vertiente latina de los Alpes, comenzaron las sesiones de trabajo del que sería el concilio de más importante calado de la Iglesia Católica.



Este se llevaría acabo durante tres fases discontinuas, bajo tres pontificados distintos:

·  Paulo III (1545-1549)
·  Julio III (1551-1552)
·  Pío IV (1562-1563)

Este concilio llevaría a una reafirmación de la doctrina seguidas por la Iglesia Católica frente a los movimientos protestantes, y propicio cambios en cuanto a su organización interna. El concilio abarcó una gran variedad de temas relacionados con las cuestiones doctrinales y la reforma eclesiástica. Las decisiones más importantes a la que se llegó, fueron las siguientes:

1.                   Se determinó a las Sagradas Escrituras como fuente principal, pero interpretada en concordancia con el magisterio de la Iglesia y con la tradición. Se ratifica la versión latina de la Biblia según San Jerónimo, la “Vulgata”, aunque se impulse una edición corregida.

2.                  La gracia es concebida libremente por Dios, pero el hombre no es sujeto pasivo, y debe cooperar su salvación con obras.

3.                  Los sacramentos son siete, son signos de Cristo y no de la Iglesia, y otorga la gracia en si mismos, no según la fe de quien los recibe. La Eucaristía fue exaltada, como renovación del sacrificio de Cristo, como presencia real de su cuerpo y sangre.

4.                  El obispo debía ser un hombre de ciencia, canonista o teólogo, para servir como maestro y pastor de la iglesia local. Esto le obligaba a residir en su diócesis, a visitarla constantemente, a predicar y enseñar, a promover la formación intelectual y moral del clero, y a introducir las reformas mediante concilios provinciales y sínodos diocesanos.

5.                  En cuanto al clero secular, se reafirma el celibato obligatorio, se dignifica el aspecto exterior (tonsura y vestiduras que los distingan) y se le encomienda como colaborador del obispo, la cura pastoral en parroquias. El párroco enseñara las oraciones y la doctrina en la predicación dominical y en la catequesis de los niños; controlara la administración de los sacramentos mediante registros parroquiales, y vigilará el cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia (confesión y comunión anual). Para ello debería recibir una educación moral e intelectual: el Concilio determinó que se establecieran seminarios en cada diócesis.

6.                  Se impulsaron las cofradías populares devocionales centradas en el rezo del rosario, la caridad con los enfermos, la oración con los difuntos, la celebración de los misterios y las fiestas de fe como las de la Semana Santa etc. Las procesiones se convirtieron en reafirmaciones colectivas y públicas de fe: la devoción a la Virgen y a los santos y, sobre todo,  del sacramento de la eucaristía en el Corpus Christi. El reconocimiento de ciertos milagros, y muy especialmente, la canonización de nuevos santos, supervisada desde Roma, animo a la fe del pueblo, al que se instruyo mediante la catequesis. Los templos católicos se llenaron de crucifijos, vírgenes y santos, expresiones de la devoción popular. Las vestiduras y los vasos e instrumentos litúrgicos se renovaron, enriquecidos con oro, plato, sedras y pedrería, signo de magnificencia de los sacramentos. También se cuido la excelencia de la música sacra, la polifonía coral y el órgano, pero como espectáculo sin participación popular.

7.                  La Biblia permaneció inaccesible al pueblo llano: la liturgia se realizaba en latín, y sólo la mediación del clero en los sermones la acercaba.



La aplicación de las decisiones tomadas en el Concilio de Trento en los distintos territorios de la Europa Católica, se realizó según las distintas circunstancias nacionales. Felipe II aceptó los decretos tridentinos pero sin perjuicio de los derechos reales; utilizó los recursos del patronato regio sobre el episcopado par supervisar su aplicación en los concilios provinciales y sínodos diocesanos. Las guerras religiosas impidieron su aceptación formal en Francia, aunque se admitieron como un acuerdo de la Junta del clero en 1615.  En el Imperio, las reformas se aplicaron tarde, a principios del siglo XVII, más por el apoyo personal de los príncipes de Baviera y de Austria. Pero fueron los grandes pontífices posconcilio quienes hicieron de Roma, la cabeza de la catolicidad y no solo la sede del papado. Allí enseñaron los mejores teólogos, se fundaron seminarios específicos para los países de la recatolización. Los nuncios, además de representantes diplomáticos, impulsaron las reformas y la administración eclesiástica en los distintos países. Los obispos fueron obligados a informar en Roma sobre la vida eclesiástica de sus diócesis en periódicas visitas. En 1588 se crearon 15 congregaciones permanentes, con competencias definidas, nueve de ellas para el gobierno de la Iglesia universal (Inquisición, Concilio, Obispos…) con lo  que se reforzaba el control romano.



El Concilio Trento supuso un antes y un después en la Iglesia Católica. A pesar de haber fracasado en su intento de aunar a la cristiandad bajo un mismo estandarte, consiguió la reafirmación de su posición en los territorios que les permanecieron fieles. Cierto es que los diversos movimientos protestante, arrancarían del control del papado grandes territorios de Europa, y que no se volverían a recuperar ni tan si quiera con las fuerzas de las armas, ya que las guerras de religión asolarían Europa durante todo el siglo XVI y no tendrían fin hasta la mitad del siglo siguiente. El mundo cristiano quedaría irremediablemente dividido, y todo el territorio perdido se intentaría compensar meditante la evangelización del Nuevo Mundo, por medio de misioneros que proporcionaron al mundo católico nuevas almas que albergar en su seno., El Concilio sirvió para marcar las señas de identidad de la Iglesia Católica y le indicó un camino a seguir, el cual ha perdurado hasta nuestros días.

Bibliografía

FLORISTAN, A. (2002): Historia Moderna Universal, Barcelona.

DOMINQUEZ ORTÍZ, A. (1989): Historia Moderna Universal, Barcelona
Manuel Jesús Rodríguez Mora

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