El
Concilio de Trento hay que englobarlo dentro de un contexto histórico de
profundos cambios sociales, políticos y religiosos. A principios del siglo XVI,
existía un clamor general para que se acometieran profundas reformas en la
Iglesia Católica. Se pretendía poner fin a los abusos y el perfeccionamiento de
la vida cristiana por medio de la vuelta a una doctrina primitiva. Tales abusos
morales y eclesiales comenzaban en las parroquias rurales donde el clero
carecía de preparación suficiente para adoctrinar a sus feligreses, no siendo
capaz de atender sus inquietudes espirituales más profundas. Su función se
limitaba a la administración de una serie de ritos. Muchos regulares no seguían
las reglas de sus órdenes faltando a la vida comunitaria de pobreza, obediencia
y castidad. En lo que respecta a los obispos, muchos de ellos se ausentaban de
las diócesis a su cargo, centrando sus esfuerzos en acumular riquezas, e inmiscuyéndose
en luchas políticas. Y de todo esto no se salvaba ni el propio Papa, cuya
figura había perdido toda autoridad, y se encontraba frecuentemente inmerso en
escándalos de todo tipo. Estos estaban más preocupados por la defensa de sus
estados y por las bellas artes, que por las cuestiones meramente religiosas.
La
sociedad reclamaba una religiosidad más auténtica. La piedad popular bajo
medieval exageraba hasta el extremo los sentimientos de culpabilidad ante el
pecado, de indefensión ante el demonio y el mal, y de temor ante la inflexible
justicia de Dios. El miedo, conjurado con ritos cristianos pero vividos, desde
una religiosidad natural, daba lugar a
comportamientos más paganos que evangélicos.
La
excitabilidad ante ciertos profetismos apocalípticos, visiones y milagros: las
manifestaciones trágicas de piedad (Vía Crucis, Crucifijos); el temor al
Purgatorio y al Infierno que pretendían evitar con una devoción desordenada a
todo tipo de reliquias, con la intercesión especializada de los santos,
mediante indulgencias y ritos penitenciales (procesiones y romerías), todo ello
favorecía los abusos. Aprovechando esta demanda popular de seguridad
espiritual, se establecieron negocios ilícitos, por ejemplo, indulgencias, y
actitudes supersticiosas. Los humanistas pondrían el grito en el cielo ante
todas estas prácticas de religiosidad popular.
En
ciertos ambientes urbanos, la burguesía culta y acomodada arraigo la “devotio
moderna”. Ciertas instituciones religiosas, contribuyeron a difundir una piedad
más directa y comunitaria, la cual no estaba subordinada a mediaciones
eclesiales y moldes litúrgicos. Todo giraba entorno a la figura de Cristo, era
optimista en cuanto a las posibilidades del hombre en el mundo, y se apoyaba en
la lectura de la Biblia y de libros de piedad. El desarrollo de la imprenta
facilitó la difusión de la Biblia, tanto en lengua latina como en lengua
vernácula.
Las
propuestas de personajes como Lutero se realizaron porque cuajaron en un medio
social y político que se intereso por sus aplicaciones prácticas. El desarrollo
alcanzado en esta época por las nuevas fuerzas económicas (capitalismo) y
sociales (burguesía), determinaron cambios en el orden ideológico (religión).
Además
de Lutero, surgieron otros reformadores como Zwinglio y Calvino, que pretendían
realizar cambios, ya que consideraban que era necesario volver a la auténtica
enseñanza de Jesucristo, y rectificar ciertos errores cometidos por el papado,
que había ido realizando cambios que nada tenían que ver con el evangelio.
La
implantación de la Reforma en un territorio conllevaba cambios de poder y
riquezas. La supresión de ordenes religiosas (conventos y monasterios), que
acompañaba a la reforma, supuso un trasvase de muchos bienes y rentas, que
pasaron a ser gestionados por otras manos. No es de extrañar que príncipes y
nobles, pretendieran enriquecerse y, de paso, aumentar su poder controlando la
nueva iglesia. El patriciado urbano adquirió el control de las antiguas
instituciones asistenciales y educativas de iniciativa privada. El poder de las
autoridades seculares sobre las diversas iglesias aumento, aunque de formas
distintas en el ámbito católico y protestante.
Todas
estas causas llevaron a que se clamara con urgencia por la celebración de un
concilio que sanara los males de la Iglesia Católica. La actitud de la
potencias de la época era ambigua: Francisco I no mostró mucho interés, Enrique
VIII entro en conflicto con el Pontificado, los protestantes sólo aceptaban un
concilio que no estuviera dominado por el Papa. Únicamente Carlos V, fue el
único que incitó que a su celebración, dado que los movimientos protestantes
estaban poniendo en peligro la unidad su imperio y de la cristiandad, de la que
se había declarado defensor. Tras algunos intentos fallidos por celebrar ese tan deseado concilio, al fin
Paulo III se decidió a convocar el XIX concilió ecuménico en 1542, aunque las
circunstancias políticas retrasaron su reapertura hasta 1545. Concretamente el
13 de diciembre de 1545 en la ciudad de Trento, ciudad del imperio pero en la
vertiente latina de los Alpes, comenzaron las sesiones de trabajo del que sería
el concilio de más importante calado de la Iglesia Católica.
Este
se llevaría acabo durante tres fases discontinuas, bajo tres pontificados
distintos:
· Paulo
III (1545-1549)
· Julio
III (1551-1552)
· Pío
IV (1562-1563)
Este
concilio llevaría a una reafirmación de la doctrina seguidas por la Iglesia
Católica frente a los movimientos protestantes, y propicio cambios en cuanto a
su organización interna. El concilio abarcó una gran variedad de temas
relacionados con las cuestiones doctrinales y la reforma eclesiástica. Las
decisiones más importantes a la que se llegó, fueron las siguientes:
1.
Se determinó a las Sagradas Escrituras como fuente
principal, pero interpretada en concordancia con el magisterio de la Iglesia y
con la tradición. Se ratifica la versión latina de la Biblia según San
Jerónimo, la “Vulgata”, aunque se impulse una edición corregida.
2.
La gracia es concebida libremente por Dios, pero el
hombre no es sujeto pasivo, y debe cooperar su salvación con obras.
3.
Los sacramentos son siete, son signos de Cristo y no
de la Iglesia, y otorga la gracia en si mismos, no según la fe de quien los
recibe. La Eucaristía fue exaltada, como renovación del sacrificio de Cristo,
como presencia real de su cuerpo y sangre.
4.
El obispo debía ser un hombre de ciencia, canonista
o teólogo, para servir como maestro y pastor de la iglesia local. Esto le
obligaba a residir en su diócesis, a visitarla constantemente, a predicar y
enseñar, a promover la formación intelectual y moral del clero, y a introducir
las reformas mediante concilios provinciales y sínodos diocesanos.
5.
En cuanto al clero secular, se reafirma el celibato
obligatorio, se dignifica el aspecto exterior (tonsura y vestiduras que los distingan)
y se le encomienda como colaborador del obispo, la cura pastoral en parroquias.
El párroco enseñara las oraciones y la doctrina en la predicación dominical y
en la catequesis de los niños; controlara la administración de los sacramentos
mediante registros parroquiales, y vigilará el cumplimiento de los mandamientos
de la Iglesia (confesión y comunión anual). Para ello debería recibir una
educación moral e intelectual: el Concilio determinó que se establecieran
seminarios en cada diócesis.
6.
Se impulsaron las cofradías populares devocionales
centradas en el rezo del rosario, la caridad con los enfermos, la oración con
los difuntos, la celebración de los misterios y las fiestas de fe como las de
la Semana Santa etc. Las procesiones se convirtieron en reafirmaciones
colectivas y públicas de fe: la devoción a la Virgen y a los santos y, sobre
todo, del sacramento de la eucaristía en
el Corpus Christi. El reconocimiento de ciertos milagros, y muy especialmente,
la canonización de nuevos santos, supervisada desde Roma, animo a la fe del
pueblo, al que se instruyo mediante la catequesis. Los templos católicos se
llenaron de crucifijos, vírgenes y santos, expresiones de la devoción popular.
Las vestiduras y los vasos e instrumentos litúrgicos se renovaron, enriquecidos
con oro, plato, sedras y pedrería, signo de magnificencia de los sacramentos.
También se cuido la excelencia de la música sacra, la polifonía coral y el
órgano, pero como espectáculo sin participación popular.
7.
La Biblia permaneció inaccesible al pueblo llano: la
liturgia se realizaba en latín, y sólo la mediación del clero en los sermones
la acercaba.
La
aplicación de las decisiones tomadas en el Concilio de Trento en los distintos
territorios de la Europa Católica, se realizó según las distintas
circunstancias nacionales. Felipe II aceptó los decretos tridentinos pero sin
perjuicio de los derechos reales; utilizó los recursos del patronato regio
sobre el episcopado par supervisar su aplicación en los concilios provinciales
y sínodos diocesanos. Las guerras religiosas impidieron su aceptación formal en
Francia, aunque se admitieron como un acuerdo de la Junta del clero en
1615. En el Imperio, las reformas se
aplicaron tarde, a principios del siglo XVII, más por el apoyo personal de los
príncipes de Baviera y de Austria. Pero fueron los grandes pontífices posconcilio
quienes hicieron de Roma, la cabeza de la catolicidad y no solo la sede del
papado. Allí enseñaron los mejores teólogos, se fundaron seminarios específicos
para los países de la recatolización. Los nuncios, además de representantes
diplomáticos, impulsaron las reformas y la administración eclesiástica en los
distintos países. Los obispos fueron obligados a informar en Roma sobre la vida
eclesiástica de sus diócesis en periódicas visitas. En 1588 se crearon 15
congregaciones permanentes, con competencias definidas, nueve de ellas para el
gobierno de la Iglesia universal (Inquisición, Concilio, Obispos…) con lo que se reforzaba el control romano.
El
Concilio Trento supuso un antes y un después en la Iglesia Católica. A pesar de
haber fracasado en su intento de aunar a la cristiandad bajo un mismo
estandarte, consiguió la reafirmación de su posición en los territorios que les
permanecieron fieles. Cierto es que los diversos movimientos protestante,
arrancarían del control del papado grandes territorios de Europa, y que no se
volverían a recuperar ni tan si quiera con las fuerzas de las armas, ya que las
guerras de religión asolarían Europa durante todo el siglo XVI y no tendrían
fin hasta la mitad del siglo siguiente. El mundo cristiano quedaría
irremediablemente dividido, y todo el territorio perdido se intentaría
compensar meditante la evangelización del Nuevo Mundo, por medio de misioneros
que proporcionaron al mundo católico nuevas almas que albergar en su seno., El
Concilio sirvió para marcar las señas de identidad de la Iglesia Católica y le
indicó un camino a seguir, el cual ha perdurado hasta nuestros días.
Bibliografía
FLORISTAN,
A. (2002): Historia Moderna Universal, Barcelona.
DOMINQUEZ
ORTÍZ, A. (1989): Historia Moderna
Universal, Barcelona
Manuel Jesús Rodríguez
Mora
No hay comentarios:
Publicar un comentario