A mediados del siglo IX, el Estado bizantino ha franqueado
ya un nuevo punto de inflexión en su trayectoria histórica. Las fronteras que,
tras varios siglos de expansión, habían producido
un ensanchamiento notable del Imperio, permanecen inalterables hasta,
aproximadamente, la década de los cuarenta de esa centuria. Sin embargo,
coincidiendo con los años centrales de ella, Bizancio comienza a sufrir un
retroceso tal, que en el transcurso de
unos treinta años le coloca en una tesitura verdaderamente dramática hasta el
punto de que pudo temerse la propia desaparición del Imperio. La fecha clave de
ese retroceso puede situarse en torno al año 1071. En este año se produjo, a un
tiempo, como símbolo de la ineficacia militar, la derrota bizantina por parte de los turcos en Manzikert (en el istmo de Anatolia) y la
conquista de Bari (en la región sudoriental de Italia) por los normandos. Uno y
otro hecho son el más claro exponente del peligro que amenazaba desde entonces
a Bizancio por ambos flancos.
El doble acoso turco y normando no se detuvo y obligó a los
soberanos bizantinos a pedir ayuda al exterior. Para conseguir neutralizar el
avance normando en la costa adriática, Bizancio tuvo que concertar con Venecia
una alianza sumamente grave para la economía
futura del Imperio. Resultó tan comprometida que nunca se recuperaría ya
de la terrible competencia planteada por ésta y otras repúblicas marítimas de
Italia. Y para lograr la detención de la marea turca solicitó, sin más, la
colaboración armada de Occidente, que
luego se tradujo en el fenómeno de las Cruzadas. Estas agudizaron la incomprensión e hicieron más profundas las
diferencias entre los dos grandes sectores del mundo cristiano.
A pesar de todos los fracasos, la implantación de la
dinastía Comneno en Bizancio llevó al
gobierno del Imperio a varios soberanos muy notables, los cuales consiguieron
conjurar adecuadamente el peligro durante el transcurso de un siglo. Pero el
triunfo de la aristocracia militar y terrateniente, representado por el advenimiento
de los Comneno (tras una etapa
caótica de luchas entre este sector y el de la aristocracia de los letrados y
los funcionarios de la capital) consagró definitivamente un nuevo modelo de
Estado, en la que la organización estatal fuertemente centralizada y
burocratizada deja paso a unas instituciones de marcado carácter feudal o
parafeudal.
En torno a la década de 1170 y tras el esfuerzo realizado
por los tres primeros emperadores de la dinastía Comneno, Bizancio se adentra nuevamente en una etapa difícil y dramática. Supuso el fin del Imperio Bizantino, se dieron unas
condiciones óptimas de indefensión que explican la tragedia de 1204 cuando, en
el transcurso de la Cuarta Cruzada ,
los expedicionarios tomaron la propia ciudad de Constantinopla y fundaron el
Imperio Latino. Por fin, la ciudad inexpugnable había sido sometida. Y la
“hazaña” de los cristianos en Occidente cavó una fosa infranqueable entre ellos
y los cristianos de Oriente al tiempo que el ámbito geográfico del Mediterráneo
oriental queda definitivamente trastocado.
Aunque los futuribles están velados al
historiador, siempre es posible preguntarse cuál habría sido el alcance de la
recuperación de Bizancio o su definitivo hundimiento, durante la época de Alejo
I Comneno, si no hubiera existido el fenómeno de las Cruzadas, las cuales se
pusieron en marcha justamente cuando comenzaba a despejarse el horizonte tras
toda una generación llena de tribulaciones.
Sobre las Cruzadas es frecuente poseer una ida
unilateral, a consecuencia de haber sido estudiado el tema sólo desde la
perspectiva de Occidente.
En la parte europea del Imperio se habían
superado los peligros más graves. En el Este la situación parecía estar
igualmente aclarándose pues el desmembramiento del sultanato del Rum y las constantes luchas entre los
emires parecían hacer factible la reconquista de Asia Menor. Pero en el justo
momento en que Alejo I hubiera podido dedicarse a esta tarea, se produjo un
acontecimiento que desbarató sus planes y enfrentó al Imperio a dificultades
nuevas y complejas: se acercaban los cruzados.
Occidente volvió a irrumpir violentamente en la
vida de Bizancio con la primera Cruzada. El choque y el contraste entre Oriente
y Occidente en el siglo XI ayudaría a configurar el patriotismo bizantino. Se
ha repetido hasta la saciedad que el concepto de Cruzada no cabía en la
mentalidad griega oriental, por varias razones. En primer lugar, porque la
lucha entre los infieles era vista por los bizantinos como algo natural y la
recuperación de los Santos Lugares era una cuestión que les afectaba
exclusivamente a ellos, pues de su poder fueron arrebatados en los albores del
apogeo musulmán. Por otro lado, los bizantinos estaban ligados a la tradición
patrística, que veía la iglesia como un instrumento puramente espiritual y les
extrañaba que fuera precisamente el Papa quien alentara la guerra. Éste era un
asunto del poder laico: “Así, la cruzada, organizada por el papa, era ante todo
para los bizantinos el símbolo de la usurpación de un poder imperial por la
autoridad espiritual”.
La marcha de las Cruzadas fue el resultado de
las circunstancias en que se encontraba Europa y las consecuencias de las
posturas occidentales durante la lucha de las Investiduras.
La idea de Cruzada daba una forma nueva de
expresión a la aspiración del fortalecido Papado de irradiar su poder sobre el
oriente cristiano. El llamamiento del papa Urbano II en el concilio de Clermont
encontró un enorme eco debido al fervor religioso que se había apoderado de
Occidente desde la reforma cluniacense; despertó la añoranza de la Tierra Santa , cuya atracción y
cuyos problemas, desde la toma de Jerusalén por los selyúcidas en el año 1077,
eran bien conocidos por la cristiandad occidental a través de las cada vez más
frecuentes peregrinaciones; arrastró a los señores feudales con deseos de
aventuras y ávidos de tierras, y también a las masas populares occidentales,
agobiadas por la miseria económica y llenas de fervor religioso. La idea de
Cruzada en el sentido occidental le era, sin embargo, completamente ajena al
Imperio Bizantino. Allí la lucha contra los infieles no era nada nuevo. Siendo
una dura necesidad de Estado, hacía tiempo que había pasado a ser algo natural
para los bizantinos, y la liberación de Tierra Santa les parecía un deber de su
Estado y no un asunto que concerniese a la cristiandad entera, puesto que era
un antiguo territorio bizantino. Además de Occidente se esperaba recibir
mercenarios y no cruzados.
El emperador bizantino había reclutado, en
efecto, tal como lo había hecho en otras ocasiones, tropas auxiliares en
Occidente en los difíciles años cuando amenazaba el peligro de los pechenegos y
cumanos; por ejemplo había enviado una carta al conde Roberto de Flandes, quien
le había rendido pleito-homenaje y le había prometido enviar 500 caballeros
flamencos. Según el manual de Emilio Cabrera, esa famosa carta, hoy día es
tenida por falsa, aunque tal vez basada en una auténtica que pudo haberse
perdido, en la cual describía la situación angustiosa del área del Egeo y de
Anatolia y le instaba a evitar la pérdida “del reino de los cristianos y del
Santo Sepulcro”.
En el fondo, también perseguían el mismo fin sus
peticiones de auxilio a Roma y las negociaciones de unión que mantenía con
Urbano II. El curso que tomaban ahora los acontecimientos no era ni deseado ni
esperado. Aun cuando nadie podía sospechar
que la Guerra Santa
de Occidente contra los infieles, con el paso del tiempo, se convertiría en una
campaña de destrucción contra el Bizancio cismático, desde el principio se
observó a los hermanos occidentales con la más profunda desconfianza. A menudo
se creyó, ya entonces, que se estaba produciendo una nueva invasión enemiga, el
comportamiento de los cruzados parecía justificar esta sospecha.
El preludio fue la aparición del personaje
conocido como el ermitaño Pedro de Amiens. A éste le seguía una turba de la más
variada procedencia; ya al pasar por Hungría y los países balcánicos, las masas
indisciplinadas y mal abastecidas se habían entregado a saqueos tan
salvajes que en repetidas ocasiones hubo
que hacerles frente con las armas. Ante Constantinopla, a la que llegaron el 1
de agosto de 1096, reanudaron sus saqueos, por lo que el emperador les hizo
trasladar al otro lado del Bósforo. Pero en Asia Menor la turba, armada
deficientemente, fue masacrada por los turcos. Tan sólo una pequeña parte logró
huir a Constantinopla en los barcos que el emperador bizantino había puesto a
disposición. Este trágico suceso, lo plasma Ana Comneno de la siguiente forma:
En su
avance carente de orden y formación, vinieron a caer en manos de los turcos que
estaban emboscados en el Dracón y fueron masacrados miserablemente. Tan grande
fue la muchedumbre de celtas y normandos que cayó víctima de la espada de los
ismaelitas, que cuando se reunieron los despojos existentes por doquier de los
hombre muertos, hicieron no digo ya un enorme collado, ni un montículo, ni una
colina; sino una especie de montaña elevada que tenía una longitud y extensión
considerables: tan voluminoso fue el amontonamiento de huesos. Posteriormente,
algunos bárbaros del linaje de los masacrados, al edificar unas fortificaciones
aparentemente a las de una ciudad, colocaron los huesos de los que habían caído
intercalados con argamasa, haciendo que la ciudad les sirviera de algo parecido
a una tumba. Aún hoy día sigue en pie esa ciudad, cuyas fortificaciones fueron
erigidas con piedras y huesos mezclados entre sí.
A finales del año 1096 fueron llegando
paulatinamente los grandes señores feudales con sus séquitos. En Constantinopla
se fue reuniendo la flor y nata de los caballeros de Europa Occidental, como el
duque de Lorena, Godofredo de Bouillon (cuando
se expandió por todo el mundo el rumor de aquella convocatoria, el primero que
vendió sus propiedades y se puso en camino fue Godofredo. Este hombre era
adinerado y presumía grandemente de su valor, valentía e ilustre linaje); el
conde Raimundo de Toulouse; Hugo de Vermandois –hermano del rey de Francia -; Roberto de Normandía - hermano del rey de Inglaterra e hijo de
Guillermo el Conquistador-; el hijo del
ya mencionado Roberto de Flandes que
llevaba el mismo nombre, y el no menos importante príncipe normando Bohemundo,
hijo de Roberto Guiscardo. Alejo I intentó dar a esta empresa una orientación
aceptable para él y para su Estado, pues ésta había desbaratado sus planes y
podía llegar a ser un peligro para el Imperio Bizantino. Con este fin exigió a
los cruzados que le prestasen, conforme a la usanza occidental, pleito-homenaje
y le fuesen cedidas todas las ciudades reconquistadas que en otro tiempo
hubiesen pertenecido al Imperio Bizantino. Por su parte, el emperador prometía
apoyar a los cruzados proporcionándoles alimentos y pertrechos y les informaba él mismo que
cogería la cruz y se pondría a la cabeza de todos los cruzados con la totalidad
del ejército. Con la excepción de Raimundo de Toulouse, todos los jefes del
ejército cruzado terminaron por aceptar – y tras negociaciones largas y
dificultosas, también Godofredo de Bouillon – las exigencias del emperador.
Sobre esta base, a principios del 1097 se concertaron pactos individualmente
con los distintos jefes, entre otros también con Bohemundo, quien no solamente
estuvo dispuesto a dar todas las promesas exigidas, sino que también intentó
influir en el sentido del emperador sobre Raimundo de Toulouse; además le
ofreció sus servicios para el puesto de doméstico imperial de Oriente. Las
tropas normandas, sin embargo, ya habían llegado mientras tanto a Asia
Menor bajo el mando de su sobrino
Tancredo, quien, de esta manera, se había librado de prestar el juramento. De
hecho para Bohemundo la
Cruzada suponía, en realidad, tan sólo una oportunidad para
reanudar los planes de conquista de su padre.
El primer éxito importante de la Cruzada fue la toma de
Nicea. Conforme a lo pactado, la ciudad fue entregada al emperador bizantino y
ocupada por una guarnición bizantina. Alejo I se apresuró a explotar este
éxito. Sus tropas ocuparon Esmirna, Efeso y Sardes, así como un conjunto de ciudades ubicadas en la
antigua Lidia, de manera que quedaba restablecida la soberanía bizantina en la
parte occidental de Asia Menor.
Las buenas relaciones entre los cruzados y el
emperador bizantino duraron hasta que llegaron a Antioquía, a pesar de que
Balduino – hermano de Godofredo de Bouillon – y
Tancredo – sobrino de Bohemundo- se habían desviado hacia Cilicia y se
disputaban la posesión de las ciudades cilicias que, conforme a lo pactado
debían ceder al emperador bizantino; el fin de la disputa se produjo cuando
Balduino penetró en la región del norte de Mesopotamia fundando su propio
principado con centro en Edesa. La toma
de Antioquía, nuevo gran éxito cruzados, puso fin al acuerdo existente entre
los cruzados y el emperador bizantino y profundizó las disensiones existentes
entre los mismos cruzados. Estalló una agria disputa entre Raimundo de Toulouse
y Bohemundo por la posesión de la capital siria. El astuto normando ganó la
partida y se estableció como príncipe independiente en Antioquía. Todas las
protestas del emperador fueron en vano: mientras Bohemundo se quedaba allí, los
demás caballeros cruzados emprendieron el camino hacia Jerusalén sin esperar la
llegada del emperador, a pesar de que éste les había enviado un mensajero por
el que les informaba de que a cambio de la cesión de Antioquía - conforme a su anterior promesa- estaba
dispuesto a seguir participando en la Cruzada ; tampoco tuvo ningún efecto el que
entonces también Raimundo de Toulouse se declarase a favor de la entrega de
Antioquía a Bizancio.
Por el momento, Bizancio podía aceptar la
constitución del reino de Jerusalén (conquistada el 15 de julio de 1099) en la
lejana Palestina, pero no así el establecimiento de Bohemundo en Antioquía. El
principado normando en Siria afectaba directamente a los intereses vitales del
Imperio Bizantino, sobre todo dado que Bohemundo ahora ya no disimulaba su
enemistad hacia Bizancio y en el año 1099 abría las hostilidades.
Bohemundo al mismo tiempo también tuvo que
luchar contra los turcos. El líder normando, tuvo que reconocer que la lucha
simultánea contra turcos y bizantinos superaba sus fuerzas. Por lo que, dejó a
su sobrino Tancredo en Antioquía, y marchó a Occidente para preparar una gran
campaña contra Bizancio. En octubre de 1101, Bohemundo desembarco con un
ejército cerca de Avlona para luego marchar contra Dirraquio. El resultado de
la batalla, fue la victoria de Alejo I y la derrota del normando. Tras esto, se
firmó un tratado en 1108, en el que Bohemundo prometió arrepentido, guardar
fidelidad al emperador y prestar en su calidad de vasallo ayuda contra todos
los enemigos del Imperio, quedándole el principado de Antioquía. En cambio,
Tancredo, como era de esperar, se negó a aceptar el tratado, y después de la
pronta muerte de su tío Bohemundo quedó como único señor de Antioquía. Alejo I
ante la negativa de Tancredo, prefirió dedicar sus últimos años a combatir a
los turcos de Asia Menor. Así que el tratado de 1108 no tuvo, por el momento
ningún efecto inmediato aunque mantuvo su importancia como precedente para los
reinados posteriores.
Bibliografía
COMNENO, A. (1989): La Alexiada, Clásicos Universales n. 3, Sevilla.
GEORG MAIER, F. (1982): Bizancio, Madrid.
NORWICH, J. J. (2000): Breve
Historia de Bizancio, Madrid.
OSTROGORSKY,
G. (1984): Historia del Estado Bizantino, Madrid.
Juan Antonio González González
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