Las instituciones
franquistas se enfrentaban a finales de los años 70 a una oposición, cuya
presencia se hacía cada vez más manifiesta, el aumento de la conflictividad
social y laboral, las expectativas abiertas en los países occidentales y la
convicción del rey Juan Carlos I sobre la necesidad de reformar en mayor o menor
grado el sistema. Los sectores que se opusieron de modo más significativo a los
cambios pueden clasificarse en tres grandes grupos, un primero muy ideologizado
perteneciente al sector más radical de
la clase política franquista con unas
características generacionales propias y que veía cómo el fin del sistema sería
su propio fin, por lo que su supervivencia en los cargos dependía, en buena
medida, de la del propio régimen. Este grupo, el conocido bunker, incluía
a personajes como José Antonio Girón de Velasco, Juan García Carrés, etc. Un
segundo grupo, directamente ligado al anterior, que comprendía a un pequeño
pero poderoso sector financiero y empresarial que consideraba que su fortuna y
privilegios eran consecuencia directa del franquismo. Por último, un sector de
las Fuerzas Armadas muy radicalizado que, además de mantener una exagerada
preocupación por el orden público y la unidad territorial, consideraba a
aquéllas portadoras del espíritu del 18 de julio y cimiento y pilar del régimen
franquista, defensoras por tanto de sus principales valores:
nacionalcatolicismo, conservadurismo y corporativismo. A ellos puede añadirse
el sector más retrógrado de la Iglesia Católica, con poca capacidad movilizadora
pero todavía considerable influencia social, así como a otros pequeños grupos
presentes en distintos cuerpos de la Administración y a un nutrido puñado de
periodistas.
La articulación de un discurso nostálgico del
franquismo a través de toda una red de asociaciones y medios de comunicación
que, dando forma a una difusa gama de intereses y códigos culturales
compartidos, abogó por la ejecución de un golpe de Estado, terminó de favorecer
la opción insurrecta. Llegado este punto, sólo quedaba la organización efectiva
del mismo. En el 23-F la movilización golpista se concretó a través de
contactos entre militares cercanos al entramado civil de la extrema derecha
que, tal y como ha quedado señalado, desarrolló su principal acción en los
medios de comunicación.
La organización
del golpe
Desde la aprobación de
la Constitución en 1978, la escalada terrorista de uno y otro signo, el
deterioro económico, la presión militar, la legalización del PCE, el clima
electoral constante y la crisis de UCD ensombrecían el panorama político y
económico.
En la percepción de la
extrema derecha el Estado de las cosas se agudizaba notablemente: sus fracasos
electorales, la campaña de ETA, la llegada de la izquierda a los ayuntamientos
de las principales ciudades en abril de 1979, la tramitación de los estatutos
de autonomía para el País Vasco y Cataluña y su aprobación en referéndum, las
primeras elecciones autonómicas en estas Comunidades en marzo de 1980 y la
victoria de partidos nacionalistas componían, para la extrema derecha, la
confirmación de sus temores.
En realidad, la crisis
sobrepasaba tanto al propio Gobierno como a la oposición, cuyas disputas
internas, especialmente graves en UCD pero no menores en el PSOE, contribuían a
conformar un paisaje de inestabilidad e incertidumbre. Llegado el año 1980
desde determinados sectores políticos y medios periodísticos surge, al igual
que en la extrema derecha pero con intención notablemente distinta, la demanda
de actuación para superar la crisis y salvar al propio sistema.
A lo largo del año
aparecieron en toda la prensa, incluido El País, editoriales que
sugerían la posibilidad, cuando no necesidad, de un gobierno de concentración
presidido por un independiente o por un militar. Entre estos últimos destacó el
general Armada, quien llevó a cabo una considerable actividad en distintos
medios políticos, empresariales, periodísticos y, por supuesto, militares de
todo signo. Para el grueso de la élite política era bien visto por su
cercanía a la Monarquía e, igualmente, en la extrema derecha se consideraba
adecuado.
La estrategia puesta en
marcha por Armada le llevó en noviembre de 1980, a encontrarse con Milans. Los
objetivos de Armada al visitar a Milans eran los de obtener información sobre
el nivel de desarrollo de la operación de éste y controlarla haciéndole saber
que contaba, según él, con apoyo regio para la suya. En su ambición por
resolver la partida necesitaba vigilar al resto de jugadores, especialmente si
podían echar abajo su plan o, por el contrario, colaborar con él. Los contactos
con Milans, para tener bajo control el golpe en marcha, y con el CESID —a
través del comandante José Luis Cortina—, para promover su acción, se inscribían
en este momento. También necesitaba convencer al Rey quien, en último término,
tenía la llave del juego. Sus contactos, medias verdades e insinuaciones,
utilizadas con unos y otros, le permitían llevar adelante sus planes haciendo
creer a cada cual que contaba con el apoyo del resto.
En diciembre se
entrevista con numerosas personas, entre ellas el Rey, con quien cena, de
nuevo, el 3 de enero de 1981, en Baqueira. Es posible que Armada solicitara su
traslado a Madrid, ya que iba a quedar vacante el puesto de segundo jefe del Estado Mayor del
Ejército, y sugiriera la solución política encabezada por él mismo al contar,
según su versión, con la aquiescencia de los partidos. El único obstáculo lo
constituía la necesaria dimisión de Suárez. El 10 de enero vuelve a encontrarse
con Milans, cuyo plan avanza a toda velocidad, y le convence para que lo frene.
A pesar de ello, el día 18 se reúnen en Madrid los principales implicados en el
golpe de Milans para concretar sus planes, unos días más tarde, el 29, Suárez
dimite: decisión en la que pesó, sin duda, la crisis de UCD, pero también, como
es natural, la presión que las distintas intrigas militares y civiles ejercían
contra su persona. Es el momento crítico tanto para el plan constitucional de
Armada como para la conspiración golpista de Milans.
Es un instante clave para las aspiraciones del
general y su actividad se acelera. El día 3 de febrero el Rey le confirma su
traslado a Madrid. Al siguiente se entrevista con el ministro de Defensa
Rodríguez Sahagún. Los días 6 y 7 volvió a hablar con el Rey. Todo iba sobre
ruedas: Suárez había dimitido, él volvía a Madrid y el Rey, con quien mantiene
permanente contacto, debía designar al candidato que votará el Congreso. Sin
embargo, para sorpresa suya,
el Rey
nombrará el día 10 de febrero, echando por tierra su plan, a Leopoldo
Calvo-Sotelo. La radical negativa de Suárez y de Gutiérrez Mellado, que se
oponen frontalmente a la elección de Armada, ya que hacía tiempo que
desconfiaban de sus manejos, así como la oposición de los partidos políticos,
que habían descartado esta vía, convencen al Monarca de lo inadecuado de esta
opción. Armada, después de discutir con Gutiérrez Mellado, se incorporará como segundo jefe de Estado Mayor
del Ejército el día 12, desechándose también la posibilidad de convertirse en el
próximo ministro de Defensa. La única carta que le queda es la de aprovechar el
golpe de Milans para, esta vez sí, «reconducir» la situación. Es a partir de
este momento cuando, llevando la iniciativa pero de forma discreta, acelera la
operación: sólo una acción militar inesperada podría volverle a colocar como
candidato. Para ello debía actuar antes del nombramiento de Calvo Sotelo: sus
contactos en el CESID empujan, en la confianza de participar en un «golpe
legal», para que el golpe tuviera lugar durante la ceremonia de investidura. De
esta manera, Armada se incorporaba al golpe de Milans, o, mejor dicho,
incorporaba el golpe de Milans al que desde ahora, en la sombra, hace suyo. De
hecho, la mayoría de los implicados desconocían cómo habían discurrido los
contactos, teñidos de vaguedades, medias verdades y sobreentendidos, entre
ambos generales.
El golpe, en el que
primó la precipitación, tendrá grandes lagunas en cuanto al seguimiento y la
organización. El plan de última hora constaba de los siguientes pasos: el
secuestro del Parlamento y del Gobierno, la presencia de tropas en las calles
de Madrid y Valencia y el nombramiento de Armada como jefe del Gobierno, con
Milans al frente de las Fuerzas Armadas. La maniobra de Tejero era propia de un
golpe de Estado moderno mientras que la de Milans del Bosch tenía las
características de un pronunciamiento clásico. A la suma de estas dos
estrategias, poco definidas en sus objetivos, se unían ciertas cuestiones sin
aclarar, confusas interpretaciones del papel de cada uno y una falta clara de objetivos:
los participantes no sabían si el Rey estaba de su parte si contarían con el
apoyo de otros compañeros, qué debían hacer una vez puesto en marcha el plan ni
qué objetivo último se pretendía. De esta forma, Tejero ocupó el Congreso y
Milans, tras hacer público un manifiesto, sacó los tanques a la calle.
Sin embargo, Armada
falló en su pretensión de trasladarse al palacio de La Zarzuela para, desde
allí, junto al Rey, controlar la situación. Sabino Fernández Campo, quien había
sustituido a Armada al frente de la Secretaría de la Casa del Rey en 1977, no autorizó
el desplazamiento y, tan pronto como algunos militares comenzaron a manejar su
nombre, sospechó de su participación en el golpe. Este hecho impidió que la
división acorazada Brúñete ocupase Madrid. Después de este primer traspié,
Armada llama a Milans desde su destino en el Estado Mayor y comunica a los
testigos de su conversación que éste le ha propuesto la formación de un
Gobierno de salvación nacional.
Vuelve a llamar a La Zarzuela y explica la propuesta a Fernández Campo, quien
le prohíbe la utilización del nombre del Rey: en caso de hacerla efectiva será
a título propio. En torno a la medianoche Armada se presenta en el Congreso, da
la contraseña a Tejero y discute con él la propuesta que piensa hacer a los
Diputados. Tejero, asombrado por los nombres propuestos, políticos de todo el
arco parlamentario incluidos socialistas y comunistas, impide la entrada de
Armada. Tras varias horas de consultas cruzadas con los capitanes generales, el
Rey apareció en televisión, pasada la una de la madrugada, dejando claro que no
estaba del lado de los sublevados. A partir de este momento, el golpe se
desmoronó.
Por lo demás, el 23-F no
sólo no tuvo seguimiento entre los componentes de las Fuerzas Armadas, que
esperaron prudente o impacientemente, dependiendo de los casos, a comprobar el
desarrollo de los acontecimientos y el posicionamiento del Rey, sino que en la
esfera social tampoco se hizo notar. En pocas horas, tras la entrada de Tejero
en el Congreso, retransmitida en directo por radio, las calles quedaron vacías
y la actividad se concentró en aquellos medios de comunicación que no se vieron
afectados de forma directa, especialmente la prensa y la radio. Ante el vacío
de poder se constituyó un Gobierno en funciones formado por los subsecretarios
y secretarios de Estado, ocupando Francisco Laína, a la sazón director general
de la Seguridad del Estado, la presidencia de ese organismo provisional. Sus
labores consistieron en controlar el orden público y en establecer contacto con
los líderes de los partidos que no habían sido secuestrados, insistiendo en la
necesidad de evitar movilizaciones.
El juicio a los golpistas sería, sin duda, uno
de los espectáculos más bochornosos de todo el período de cambio. Celebrado
entre febrero y junio de 1982, contribuyó a hacer explícito el enrarecido clima
militar. Dada su repercusión política se resolvió con la mayor urgencia
posible, ajustándose a las ideas preconcebidas que sobre el golpe circulaban.
La derrota de los
golpistas contribuiría a consolidar el sistema democrático aunque al precio de
realizar un giro conservador aceptado por todos los partidos. El camino que la
extrema derecha emprendiera al avanzar el proceso de transición hizo imposible
el regreso a una, siempre desechada, vía electoral. Pese a todo, Tejero se
presentaría a las elecciones generales de octubre de 1982, al frente de
Solidaridad Española, bajo un lema que hablaba por sí mismo: «¡Entra con Tejero
en el Parlamento!»
Bibliografía
BARBERÍA, J. L.
(1991): El enigma del Elefante. La
Conspiración del 23F, Madrid.
DE ANDRÉS, J. (2005): ¡Quieto todo el mundo! El 23 F y la
Transición española”. En Historia Política, 5, pp.55-88
Manuel Jesús Rodríguez Mora
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