Los monasterios dobles existieron desde el principio de la
Edad Media tanto en Oriente como en Occidente. Estos monasterios atravesaron
por vicisitudes inspiradas en principios contrapuestos, cosa natural teniendo
en cuenta su evidente dificultad intrínseca. A veces no
sólo se los fomentó sino que incluso se hizo de ellos piedra angular de ciertas
concepciones, algo muy significativo en el seno de algunas de esas reformas que
buscaban mayor austeridad y fidelidad a las fuentes, como las de
los siglos XI
y XII. Otras veces no solamente se los vio con recelo sino que se los llegó a
vetar como en el Derecho Justinianeo. A partir de la Baja Edad Media es cuando
este tipo de monasterios va decayendo hasta constituir un vestigio del pasado,
surgiendo ahora el monacato de las mujeres[1].
Destacaremos dos ejemplos claros de monasterios dobles que
tuvieron grandes influencias en la Europa medieval a partir del siglo XII.
El primero de ellos fue el fundado por Gilberto, párroco de
Sempringham, en el Lincolnshire meridional, en 1139. Este monasterio doble
seguía la regla benedictina. La iglesia se encontraba entre las sedes
respectivas de cada sexo, la cual tenía un coro para ellos y otro para ellas,
aunque los hombres contaban con su propio oratorio. Ellos tenían la condición
de canónigos y seguían por eso la regla agustiniana. Durante el siglo XIII
llegó a haber unos once monasterios dobles en los límites geográficos de Lincolnshire.
Las precauciones para evitar los contactos de las monjas y
los canónigos eran muy visibles, no sólo por las rejas y los clavos, sino
también mediante ciertos muebles giratorios. El alto muro divisorio tenía una
apertura para oír las confesiones, y otra hacía de locutorio para las visitas.
Además había una puerta de servicio, por donde las monjas pasaban a los
canónigos la comida y se hacían cargo de su ropa para la reparación y lavado.
Los legos adquirían para las monjas las provisiones necesarias. Los canónigos
sólo entraban en la clausura para dar los últimos sacramentos a las moribundas.
La vida interna y las obligaciones conventuales eran las mismas para ambos
sexos.
Había, como en el Císter, un capítulo general anual, al que
asistían incluso las monjas, algo sorprendente para la época. Al capítulo iban
las prioras y las cilleras o mayordomas
de las monjas y los priores y vicarios de los canónigos. Pero el dato más
extraño de su organización era la figura del llamado maestro, quizás instituido por Gilberto a imitación del de los
templarios. Tenía unos poderes de inspección general, siendo necesario su
asentimiento para la admisión de las novicias a la profesión y los gastos que
sobrepasaran cierta cuantía.
En cuanto a la vestimenta, las monjas llevaban el hábito
benedictino negro y se ponían una capucha blanca para el coro. Los canónigos
vestían de blanco, con túnica, manto y capucha, y sus largas calzas y zapatos
eran de cuero rojo. Los legos vestían con túnicas blancas y mantos grises forrados
de piel.
Los gilbertinos y gilbertinas gozaron de una popularidad y
estima poco comunes, ya que fueron respetados incluso por los críticos más
acerbos de las órdenes religiosas coetáneas, como Gerardo de Gales y el
goliardesco Walter Map. La orden fue suprimida a mediados del siglo XVI,
concretamente en el año 1539.
El segundo ejemplo lo encontramos en los monasterios
fundados por Brígida de Suecia, que fue la única fundadora de la única orden
monástica mixta en Escandinavia, aunque con mayoría femenina.
Los monasterios brigitinos ideales debían tener sesenta
monjas sometidas a la autoridad de la abadesa, que representaba a la Virgen, y
veinticinco monjes gobernados por el llamado confesor general, quien a su vez
representaba a San Pedro. De ellos trece serían sacerdotes apóstoles que se dividirían en cuatro diáconos y ocho
hermanos legos. La abadesa era la administradora de todo el monasterio, sin
excluir la parte de los hombres. El confesor general tenía a su cargo lo
espiritual del conjunto, incluidas las monjas, pero era superior nada más que
de los monjes. La sumisión al obispo diocesano paliaba la posible falta de
coordinación entre el confesor y la abadesa.
Había capítulos mixtos para tratar las cuestiones más
comunes y graves y también para elegir a la abadesa y al confesor general,
siendo el lugar de celebración la parte oeste del coro masculino. La iglesia
era común, pero los varones y las mujeres recitaban el oficio aparte, cada uno
en su coro, siendo además distinto el texto: para ellos el diocesano, para
ellas el de la Virgen, llamado Cantus
soporum. En él las lecciones de los maitines estaban sustituidas por el que
se denominaba Sermón angélico de las excelencias
de la Virgen que un ángel dictó a Brígida, dividido semanalmente en
veintiún secciones, o sea, tres para cada día. En el coro masculino había trece
altares, cada uno de ellos situado dos gradas más bajo que el inmediato y todos
mirando al altar mayor. Cada sacerdote tenía el suyo y podía decir en él la
misa rezada a diario. La solemne tenía lugar en el altar mayor. El coro de las
monjas estaba al este, coincidiendo con el de entrada del pueblo, y en él tenía
que haber al menos dos altares: el de la Virgen para la misa solemne de ellas,
al que el celebrante tenía que subir por una escalera, y el de Santa Brígida,
para los fieles, fuera de la clausura, por lo cual podían celebrar en él
únicamente los sacerdotes seculares. Al norte y al sur había otros dos altares,
dentro de la clausura, para los profesos diáconos que hubieran llegado a
ordenarse presbíteros. Los demás altares fueron sede de fundaciones y
capellanías de misas, a cargo del clero secular o de los capellanes del
monasterio.
La clausura de los monjes estaba muy cuidada, teniendo que
confesar desde el interior de ella a través de una reja, la cual también
existía para su predicación, incluso en los casos en que ésta tenía lugar al
aire libre. También se fomentaron las peregrinaciones.
En cuanto a la vestimenta, los trece sacerdotes llevaban
cosida al manto, a la izquierda, una cruz roja de paño, y en medio de la cruz,
un pequeño trozo de paño blanco, en recuerdo del misterio del cuerpo de Cristo
que inmolan todos los días. Los cuatro diáconos llevaban sobre el manto un
redondel blanco para indicar la incomprensible doctrina de los cuatro Doctores
que personifican. En ese círculo se cosían cuatro pedacitos rojos en forma de
lengua, para que el Espíritu Santo los inflame cuando mediten en las
excelencias de la divinidad. Los hermanos legos llevaban sobre el manto una
cruz blanca para recordar la inocencia. En la cruz había cinco pedacitos rojos
en veneración de las cinco llagas de Cristo.
El color es gris para todos. Las monjas llevaban sobre él
una esclavina que les cubría la cabeza y caía por la espalda hasta la cintura.
Sobre ella, rodeando las cabezas, había una circunferencia de cintas blancas
con su diámetro. Ésta es la pieza que a la postre permaneció como la
característica brigitina más destacada[2].
Bibliografía
MITRE FERNÁNDEZ, E. (2004): Historia del cristianismo. II. El mundo medieval. Madrid.
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